lunes, 13 de septiembre de 2010

A fuego lento

Sacó un cigarro y buscó entre sus zippos. Eligió aquel que le había traído su padre del Sáhara, pero luego pensó que no merecía la pena usarlo en algo tan banal. Se encogió de hombros, dio media vuelta y metió la mano en el bolsillo de su americana colgada de la silla. Sacó el clipper, acercó el filtro a sus labios y lo encendió. Miró por la ventana y tras un par de caladas se tumbó en el dibán. Empezó a hablar y a reflexionar a cerca de como podía tener miedo de perder a alguien que no conocía, una vez más. Era todo tan normal que le daba asco. Volvió a mirar por la ventana, absorto en sus pensamientos y con la vista clavada en la ventana de enfrente, un par de pisos más abajo, obsevando a una joven de pechos voluptuosos y buenas tetas. Se dio cuenta de que su cigarro se estaba consumiendo. Buscó un cenicero, pero sólo encontró sus zippos, impacientes por seguir quemando tabaco, papel, o lo que fuera; a ellos qué más les daba. Comprendió entonces que todo tenía su lugar. Que todo, por extraño que fuera, tenía algo positivo. Así que, por fin, dio uso a aquel horrible gato de porcelana que le habían regalado no recordaba en qué boda y apagó el cigarro en él.

¿Qué hacer en caso de incendio? DEJAR QUE ARDA.

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